Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: “Aquí estoy”. Como está escrito en mi libro, “para hacer tu voluntad”. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en mis entrañas.
He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios. Señor, tú lo sabes.
Este salmo expresa con maravillosa exactitud la vivencia mística de alguien que se ha sentido amado y llamado por Dios. Los versos nos relatan una progresión, que no es otra que el camino de todo hombre, de toda mujer, que tiene hambre de infinito y de plenitud.
«Yo esperaba con ansia…» El hombre es un buscador. Su hambre se convierte en grito, y ese grito de anhelo es el primer canto a Dios. Quererlo es ya creer en él.
«Tú no pides sacrificios…» ¡Este es nuestro Dios! Bien alejado de los ídolos míticos que exigen sudor, sangre y oro. Dios rechaza los cultos antiguos y los rituales expiatorios. No es esto lo que nos acerca a él. ¿Qué podemos ofrecerle? El salmista nos da la respuesta con abrumadora sencillez: «…entonces yo digo: Aquí estoy».
Aquí estoy. Palabras simples, breves y tremendas. Esta es la única respuesta que cabe dar ante la magnificencia de Dios. ¿Qué podemos ofrecer al que lo tiene todo, porque todo lo ha creado? Solo a nosotros mismos. Entregarse: esa es la mejor ofrenda y el mejor sacrificio.
Y esa entrega no es solo de palabra. Tampoco se queda en un mero sentimiento de bienestar y goce íntimo. Entregarse es darse en cuerpo, alma, mente y corazón. Se entrega quien es capaz de decir: «para hacer tu voluntad». Con cuánta ligereza pronunciamos esta frase, y cuánto nos rebelamos internamente cuando caemos en la cuenta de lo que significa. O nos resignamos... Ay, ¡hágase tu voluntad! O nos enfadamos. ¿Acaso Dios quiere que le obedezcamos sumisamente, quitándonos nuestro criterio y nuestra libertad?
El poeta continúa: «Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas». Esta frase hiere por su apasionamiento. Solo quien ama profundamente es capaz de pronunciarla con sinceridad. Cuando hay tanto amor, la voluntad del uno es la del otro —«el Padre y yo somos uno», dirá Jesús—. Lo único que me importa es que el otro sea feliz y poder amarlo; y la máxima felicidad del otro es, a su vez, amarme a mí y hacerme feliz. La voluntad de Dios es mi gozo. Mi voluntad es la suya. Llevo su ley —la ley es el amor, nos recordará también Jesús— grabada a fuego en mi interior.
Sí, el amor marca, el amor vincula, el amor une. Y esa unión no destruye, sino que engrandece y da una alegría inagotable.
Finalmente, después del encuentro y la unión, llega el momento de dar un paso más: la misión. No podemos guardar para nosotros aquello que hemos recibido tan generosamente. Quien se siente tan intensamente amado, no puede hacer menos que comunicarlo: esta es la primera misión del apóstol… y de todo cristiano: «He proclamado tu salvación […] No he cerrado los labios. Tú, Señor, lo sabes».
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