Salmo 121
Vamos alegres a la casa del Señor.
¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios».
Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo».
Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien.
Algunas personas han intentado describir al pueblo de Israel como una gente
ceñuda, moralmente estricta, represiva y muy, muy seria. Si leyeran la Biblia
de cabo a cabo se darían cuenta de que el pueblo de Israel está continuamente
cantando y aprovecha la menor ocasión para hacer fiesta, danzar, alabar y
componer música.
El pueblo de Israel era mucho más vital, alegre y desenfadado
de lo que imaginamos, debido a siglos de una enseñanza doctrinal quizás muy
puritana y severa. Los salmos son la voz de este pueblo: ya sean de súplica o
de loanza, de gratitud o de lamento, son sentimiento puro que se desborda.
Adviento es un tiempo de preparación de la fiesta. ¿Qué fiesta? La venida
de Dios en medio de la humanidad. Una venida que no debe ser entendida como un
juicio severo, sino como salvación de la riada del mal y del oleaje oscuro que
nos zarandean. Un nacimiento que es fiesta, banquete de bodas, celebración. En
Adviento tenemos motivos para cultivar las tres virtudes fundamentales del
cristiano: la fe, porque creemos que Dios realmente está con nosotros. La
esperanza, porque al creer nos preparamos activamente para su venida, como
quien prepara una fiesta. Y la caridad porque sin amor sería imposible confiar,
preparar y vivir anticipadamente esta llegada del Dios que ya está entre nosotros.
El salmo canta la alegría de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén,
la ciudad santa, el lugar de Dios. En Adviento no somos nosotros, es Dios quien
se hace peregrino y baja a la tierra, el lugar del hombre, para convertirla también
en su reino. Allí donde encuentre una puerta abierta, Dios llevará su paz y su
gozo. Allí donde nos reunamos en su nombre, habrá fiesta y las personas podrán
decirse, como en el salmo: paz contigo,
hermano, y te deseo todo el bien.
Este Dios peregrino es humilde, como lo fue Jesús. Nos ama y desea lo mejor
para nosotros, pero no hará nada sin nuestro permiso, porque esta fiesta, que
es encuentro amoroso, tiene que ser querida por las dos partes. Espera que le
abramos la puerta, espera que le dejemos entrar en nuestra vida. No nos impone
su presencia, aunque su amor envuelve el universo entero. Dios aguarda, respetando
nuestra libertad. Allí donde le dejemos entrar, será su casa. ¿Querremos ser,
nosotros, albergue de Dios?
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