Salmo 94
Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a
Entrad, postrémonos
por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y
nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su
voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el
desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque
habían visto mis obras”.
Podríamos leer el salmo de hoy al revés, como un camino que nos lleva desde la oscuridad de la duda y el miedo hasta la luz radiante de la presencia de Dios.
Endurecemos el corazón como el pueblo de Israel en el desierto, sufriendo hambre y sed. ¡Cuántas personas reniegan de Dios cuando las cosas no van bien en su vida! Se enfadan con él, o dejan de creer, como si Dios fuera el culpable de que sus asuntos no funcionan, o les sobrevienen desgracias y estrecheces. Muchas personas no soportan el dolor de la pérdida y entonces, olvidando que la muerte es algo natural, claman contra el cielo porque han perdido a algún ser querido.
Este enojo contra Dios revela una falta de visión. Sólo vemos lo que nos falta y somos incapaces de ver lo que sí tenemos, empezando por la propia vida, por nuestra salud y nuestras fuerzas, porque aún hay personas amigas o cercanas que nos quieren. Si lo contáramos, ¡tendríamos tantas cosas que agradecer! Dios también nos da la inteligencia, la fuerza y la voluntad como para afrontar nuestros problemas de manera más sabia. Y si necesitamos más virtud, ¡podemos pedírsela! No nos la negará.
No endurezcáis el corazón: el salmista nos invita a reconocer cuántas cosas ha hecho Dios en nuestra vida, a abrir nuestra mente y dejarnos guiar por él. Dios es buen pastor, no permitirá que nos perdamos, nos protegerá y cuidará. Las pruebas no son más que un entrenamiento espiritual para hacernos madurar y crecer, para hacernos más comprensivos con el dolor ajeno. Somos sus ovejitas, sus niños queridos. No lo dudemos. Jesús quizás se inspiró en este salmo, y en otros, como el salmo 23, para proclamar ante sus gentes que él era el buen pastor.
Una vez reconocemos lo que Dios ha hecho por nosotros, llega un sentimiento exultante: la gratitud. El agradecimiento pone la música y la alabanza en nuestros labios, llena nuestro corazón. Vivir agradecidos nos cambia, por dentro y por fuera. Cada vez que nos acercamos a nuestra iglesia a celebrar el encuentro dominical, deberíamos rebosar de gratitud: por la vida, por la comunidad, por la presencia de Jesús, que siempre está allí, invitándonos. Y porque tenemos un Dios que es Padre, que es amor, y que nunca se aleja de nosotros.
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