Salmo 62
Mi alma está sedienta de ti, Señor
Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma
está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada,
sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu
fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos
invocándote.
Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán
jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti, porque fuiste mi
auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo.
Sólo quien ama
intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de
este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa una necesidad profunda,
acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre.
El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de
plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.
Este cántico nos habla de
un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo
moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; pero
también oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de
reconocimiento. Y vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos
vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, compras y divertimentos que, al
final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos. La falta de amor nos
enferma.
El salmista habla de una
sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así. Tenemos un
pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos
sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que
está vivo busca la fuente que lo sacie y no duda en emprender el camino. Es
cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y
bálsamos engañosos para satisfacer su hambre infinita. Pero si el alma está
despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en
algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.
Cuando Dios entra en
nuestra vida el alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos
vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada
por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas:
“Toda mi vida te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si
realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena,
activa, pacífica y profundamente alegre.
La unión con Dios no es
algo reservado a “los santos y los místicos”. Todos los cristianos —en
realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de
amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.
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