Salmo 46
Dios asciende entre aclamaciones; el
Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con
gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la
tierra.
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son
de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; tocad con
maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.
El salmo de hoy acompaña
las lecturas de la Ascensión
de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos,
teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de
ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.
Qué fácil es admirarse
ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las
maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del
azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante
y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta.
Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el
corazón enmudece.
Pero quien sabe ver
detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador prorrumpe en exclamaciones
como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que
parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y
la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios
entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando
con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la
divinidad que alienta en cada ser humano.
Aún hay más. El salmo
llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía y sus
profetas se resistían al yugo de los reyes. En su fe, únicamente Dios merece el
título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no
han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta
convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que
desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y
“respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro
espíritu. Adorar solo a Dios supone descartar los ídolos, ¡y nos rodean tantos!
Las monarquías y los poderes terrenales suelen someter a las personas; debemos
“amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. Hemos
de plegarnos a un pensamiento modelado para uniformarnos, a unas ideas que
nos engañan y, lejos de construirnos, nos esclavizan. O bien hemos de
someternos a unas leyes disfrazadas de justicia porque así lo han decretado
quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento de Freud,
“matar a Dios” signifique la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una
imagen muy errada de Dios, y olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el
ser humano ocupa el lugar divino comienza una esclavitud terrible y a menudo
arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando
Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.
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