Salmo 144
Bendeciré tu nombre por siempre
jamás, Dios mío, mi rey.
El Señor es clemente y
misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con
todos, es cariñoso con todas sus criaturas.
Que todas tus criaturas
te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de
tu reinado, que hablen de tus hazañas.
Explicando tus hazañas a
los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado
perpetuo, tu gobierno va de edad en edad.
Este salmo muestra
algunas de las características que distinguen radicalmente al Dios de Israel de
las divinidades de otros pueblos de la antigüedad. En las mitologías antiguas,
los dioses se enzarzaban en luchas y rivalidades entre ellos, haciendo a los
seres humanos partícipes de sus epopeyas y, en ocasiones, castigándolos o
utilizándolos para sus fines. Era una creencia común que las catástrofes, ya
fueran naturales o provocadas por mano del hombre, tenían su origen en la
cólera divina.
En la fe del pueblo
hebreo se va dilucidando, de forma cada vez más nítida, la imagen de un Dios
que no sólo rechaza utilizar a los seres humanos, sino que los ama tiernamente.
Un Dios que es Padre, que es “lento a la cólera y rico en piedad”, que es
“cariñoso con todas sus criaturas”. Dios no pertenece al mundo ni es una fuerza
natural devastadora; Dios es el creador del mundo y, como buen progenitor, lo
ama y lo cuida.
Esta consciencia de saber
que Dios es superior a su creación se refleja en las expresiones de realeza: se
le atribuyen a Dios “la gloria y la majestad” de un rey; se habla de sus
proezas y de su reinado. Dios es el gran rey en la fe del pueblo judío. Es el
único que, por ser creador, tiene potestad sobre la naturaleza y los hombres.
Pero no es un ser colérico y vengativo, sino fundamentalmente bueno.
Y esta consciencia lleva
a la admiración y a la alabanza. El salmo no ve a este Rey del universo como un
déspota arbitrario, sino como un padre cercano que rebosa afecto. Lejos de una
visión freudiana de Dios y su poder, los salmos nos revelan una experiencia de
Dios muy íntima y gozosa. La actitud hacia Dios no debería ser nunca de miedo,
ni tampoco de rechazo o de rebeldía, sino de agradecimiento y alabanza. ¿Por
qué? Por la belleza de lo creado, por la grandeza de todo lo que existe y,
sobre todo, por el don inmenso de existir y de ser conscientes de ello.
Cuando alguien
experimenta la maravilla de existir y comprende que levantarse cada día es un
milagro, el corazón rebosa de agradecimiento y los labios cantan.
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