Salmo 144
Abres tú la mano, Señor, y nos
sacias de favores.
El Señor es clemente y misericordioso, lento a la
cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus
criaturas.
Los ojos de todos te están aguardando, tú les das
la comida a su tiempo; abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente.
El Señor es justo en todos sus caminos, es
bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le
invocan, de los que lo invocan sinceramente.
Este salmo es quizás uno
de los que más se leen durante el año litúrgico. Sus versos nos revelan el
rostro de un Dios clemente, cariñoso, como un padre bueno y generoso, hasta la
esplendidez, con todas sus criaturas.
Lejos está la imagen de
este Dios de las divinidades de otros pueblos, poderosas, sí, pero alejadas de
sus criaturas. Incluso en el pensamiento cristiano se ha infiltrado a menudo
esa idea del Dios remoto, grande y poderoso, que, o bien es indiferente a los
avatares de sus criaturas, o bien las somete a su capricho y voluntad.
El pueblo hebreo intuyó
que Dios, creador, también era alguien cercano a su criatura. No sólo era
poderoso, sino bueno. No sólo era
sabio, sino justo en el sentido que
ellos entendían: leal, generoso, capaz de amar incondicionalmente a todos, aún
sin merecerlo.
Las lecturas de hoy nos
hablan del pan, del hambre, de la sed. Se pueden leer desde un punto de vista
material: el ser humano necesita alimento y bienes para sostenerse y vivir con
dignidad. Y Dios provee de todo lo necesario: en la naturaleza, encontramos
cuanto necesitamos, hay suficiente para todos.
Es el afán de poder
humano el que dificulta las cosas, provoca conflictos y genera pobreza y
desigualdad. Jesús, multiplicando los panes, hará un signo con un gran
significado: somos responsables de una repartición de bienes justa que llegue a
todos. Pero también aludirá a otra hambre, a otro pan. ¿Por qué tantas personas
lo seguían? Porque estaban sedientas de otro alimento: el sentido, la trascendencia,
el amor. Y Jesús no sólo dará pan de harina, sino que se dará a sí mismo como
alimento para saciar el alma hambrienta.
Nosotros, a imitación de
Jesús, y a imitación del Padre, ese Dios magnánimo del salmo, estamos invitados
a la generosidad. Estamos llamados a estar atentos a las necesidades de los
demás, a escucharles, a abrir las manos y dar lo que tenemos, compartiendo
nuestros bienes. Estamos llamados a no
hacer oídos sordos ni a esquivar los problemas de los demás.
Cuando algunas personas
nos echan en cara a los creyentes por qué Dios permite tanta hambre y tantas
injusticias en el mundo, deberíamos pensar muy a fondo en esas protestas. Es
cierto que Dios nos hace a todos libres y responsables para que nos organicemos
en sociedades regidas por la justicia. Y es muy fácil echar la culpa a otros —a
los gobernantes, a los banqueros, a los grandes empresarios— de todos los males
que ocurren. Pero los cristianos, ¿estamos dando testimonio del Dios bueno en
que creemos? ¡Nosotros somos la mano de Dios! Podremos responder que Dios está
al lado de los que sufren, luchando por alimentarlos de pan y de amor, si
nosotros estamos comprometidos, haciendo algo por remediar sus necesidades.
Dios está cerca de todos.
Pero en su delicadeza y respeto, no nos invade ni quiere arrollarnos con su
poder. Sentiremos su cercanía si damos un primer paso, sencillo, quizás muy
pequeño: «cerca está el Señor de los que le invocan sinceramente». Si le
llamamos, con sinceridad y auténtico deseo de su presencia, Él acudirá. Porque
nosotros podemos ser duros de oído, pero Dios está siempre atento a la súplica
de nuestro corazón.
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