Salmo 79
Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el
cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú
hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que
tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu
nombre.
En consonancia con las
lecturas de hoy, pre-navideñas, el salmo que leemos nos habla de Dios como
Señor de la vida. Su poder resplandece: la Creación entera, el
universo, el mundo, habla de su grandeza. Los ángeles le sirven.
De su contexto cultural y
literario, los salmistas a menudo tomaron imágenes cósmicas para describir a
Dios —Dios de los ejércitos celestiales, que son los astros— o bien de la vida
agrícola que conocían —el señor que planta una viña y la cultiva con amor―. Con estos símiles están expresando, por un lado,
que Dios no es ajeno a la vida y a la naturaleza: son creación suya y él las
sostiene y alienta. Por otro, también nos señala que Creador y obra no son una
misma cosa. Dios es el Señor de la naturaleza, pero también el Señor de la
historia. Por eso cuida de lo que ha creado y ninguna realidad del universo le
es indiferente. Su mano creadora también es restauradora y protectora.
Pero la fe hebrea ya
atisba esa centralidad humana que recoge el cristianismo. El hombre es su
escogido, el que fortaleció. El
hombre es la criatura semejante a su Creador, la que puede hablar con él,
imitarle con su impulso re-creador, ayudarle a completar su obra. Es la
criatura que, por encima de todo, puede amarle y también sentirse amada por Él.
«No nos alejaremos de ti:
danos vida», rezan los versos del salmo. Así es. Más allá de la vida biológica,
Dios nos ha dado esa otra vida plena, de la que somos conscientes y que todos
en el fondo anhelamos. Esa vida que nos rescata del sinsentido y del miedo, que
da un significado a nuestra existencia, la podemos encontrar cuando nos
acercamos libre y voluntariamente a Dios. Más aún, cuando le abrazamos y nos
aferramos a Él. Acogerle es nuestra Navidad. Invocarle es ya una manera de
invitarle y hacerle presente en nosotros.