Salmo 15
Protégeme,
Dios mío, que me refugio en ti.
El Señor es el lote de mi
heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el
corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me
entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero
de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu
derecha.
Las lecturas del Antiguo
Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que
afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y
dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en
estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para
desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.
Las escrituras siempre
nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una
exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca
vacilaremos. Y él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro «lote,
nuestra heredad»: lo hemos recibido como regalo, él mismo se nos da. No tenemos
que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace
y nos proteja en el calor de su regazo.
Dios sacia, Dios colma,
Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y cuando experimentamos
ese amor entrañable sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no
vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudo-místicas. La paz auténtica no la
construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados.
Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa
serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar
esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino
también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.
Recordar la cercanía de
Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los
cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer
los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama
tanto que también nos da la inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la
muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que
prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta
convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a
la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.