Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios,
Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos
dentro de ti.
Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor
de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y
mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus
mandatos.
En tiempos de Navidad,
los salmos nos recuerdan que el nacimiento de Jesús responde a una promesa muy
antigua, que el pueblo judío recoge en su tradición siglos antes de nuestra
era.
La fe hebrea siempre se
ha dirigido a un Dios cuyo rostro se vuelve hacia la humanidad. Un Dios que
dialoga, que pide, que escucha, que actúa en favor de sus criaturas. Un Dios,
en definitiva, que interviene, por amor, en los asuntos humanos. No es
indiferente a cuanto sucede en el mundo.
¿Y de qué manera
interviene Dios en la historia de la humanidad? El salmo lo expresa claramente.
Dice que Dios “ha
reforzado los cerrojos de tus puertas”, es decir, protege y defiende a quienes
lo aman.
Continua el salmo: “ha
bendecido a tus hijos…” Bendecir es una constante en Dios. Colma nuestros
deseos, llena nuestra vida. Los versos siguientes hablan de esta abundancia:
“Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina”. Dios es quien da
la ansiada paz y quien nos proporciona cuanto necesitamos para vivir. No sólo
lo justo, sino lo mejor de lo mejor: “flor de harina”. Lo más delicioso, lo más
deseable, eso nos tiene reservado a quienes nos abrimos a su don.
Pero Dios no se limita a
ayudar, proteger y conceder prosperidad. Hace algo aún más grande, porque con
esto se pone a nuestra altura y nos eleva a la suya: Dios se comunica, habla
con nosotros, nos transmite su palabra. “Él
envía su mensaje a la tierra”.
Este verso anticipa el
evangelio de Juan, con ese prólogo hermoso y profundo que nos habla del Dios
que adopta un rostro y un cuerpo humano y viene a habitar entre nosotros.
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