Salmo 102
El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su
santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la
ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga
según nuestras culpas.
Como dista el oriente del ocaso, así aleja de
nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente
el Señor ternura por sus fieles.
El primer gran tema que
salta a la vista en este salmo es el perdón. ¡Qué difícil nos resulta perdonar,
y cuán olvidado lo tenemos! Incluso hay
personas que se precian de perdonar a quienes les han causado un mal, “pero
jamás de olvidar”, como si mantener esa revancha viva en el corazón fuera
motivo de orgullo o de reafirmación.
El salmo, en primer
lugar, nos habla del perdón de Dios. Un perdón sin límites, capaz de lavar y
sanar toda culpa, toda herida emocional; capaz de borrar y saldar toda deuda.
No sólo eso, sino que Dios, cuando perdona, lo hace con alegría y delicadeza:
“te colma de gracia y ternura”. Quien experimenta el perdón de Dios y su
compasión, siente esa calidez inmensa del abrazo comprensivo, amante, generoso.
Quienes tienen una idea represiva de Dios, bien podrían leer y meditar estos
versos. Lejos de ser un opresor, Él nos libera con su perdón y nos desata del
peso de las culpas, que muchas veces cargamos nosotros mismos a nuestras
espaldas.
En segundo lugar, nos
habla de la justicia de Dios, que tan alejada está de nuestra mentalidad
retributiva. “No nos trata como merecen nuestros pecados”. En nuestra cultura
está muy arraigado el concepto de mérito, de “merecer”. Nos parece que, si
alguien actúa mal, se merece una desgracia. Nos alegra que alguien se tope con
la horma de su zapato, que las desgracias caigan sobre él. Le está bien,
solemos decir, sin caer en la cuenta de que, al hablar así, nos estamos
erigiendo en jueces y condenadores, como si fuéramos dioses y pudiéramos
disponer del destino de las personas.
Y tal vez nuestros
idolillos, nuestras falsas imágenes de Dios, sean así: vemos en ellas a una
divinidad justiciera, vengadora, implacable. Pero nuestro Dios, el Dios de
Israel y el Dios de Jesús, no es así. Nos puede sorprender y hasta indignar su
gran bondad. Nos puede parecer excesiva y derrochona. ¿Por qué Dios no castiga
a los malos? ¿Por qué tiene que perdonar tanto, por qué es “demasiado” bueno?
¿No es eso injusto?
El salmo, tan cercano al
espíritu de Jesús, nos recuerda que Dios es como un padre tierno. Aún más,
podríamos decir que es como una madre llena de amor por sus hijos. ¿Cómo va a rechazar
a uno solo? ¿Dejará una madre de querer a un hijo, por malo que éste sea?
Sufrirá por él, intentará ayudarle, rezará… pero nunca dejará de amarlo.
Si una madre humana puede
amar así, ¿debería extrañarnos que Dios rebase la medida pequeña, mezquina y
limitada de nuestro amor?
¡Menos mal que Dios es así!
Ojalá podamos experimentar su amor y esto nos mueva a imitarle.
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