Salmo 28
El Señor bendice a su pueblo con la
paz.
Hijos de Dios, aclamad al
Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el
atrio sagrado.
La voz del Señor sobre
las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica.
El Dios de la gloria ha
tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta por
encima del aguacero, el Señor se sienta como rey eterno.
El agua, engendradora de
vida y de muerte, vasta, inmensa y transparente, es un elemento que aparece en
multitud de ocasiones en la Biblia. El
agua es símbolo de vida, de potencia, de destrucción y también de purificación.
El agua, que lava y sacia la sed, es también signo de la fuerza de Dios.
No en vano el rito del
bautismo se realiza con el gesto de verter agua sobre el bautizando; con ese
baño se da un renacer a otra vida, nueva y trascendida.
Ya en el Génesis se nos
dice que, al principio de la
Creación , el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Pero,
más tarde, las aguas del diluvio inundaron el mundo y trajeron consigo la
devastación. Sin embargo, no marcaron un final, sino el inicio de otra era de
reconciliación con el Creador. En todo momento, las escrituras nos hablan de
Dios con respeto, reconociendo en él un poder más grande que las fuerzas de la
naturaleza. Por eso, este salmo de alabanza exalta la potencia de Dios por
encima de las aguas. «El Señor de la gloria ha tronado», «se sienta por encima
del aguacero, como rey eterno».
Sí, Dios es grande y su
inmensidad nos puede resultar temible. Pero acabamos de salir de las fiestas de
Navidad, donde hemos conocido otro rostro de Dios: el Dios pequeño, humilde,
niño. El Dios que se deja tomar y acariciar. El Dios que no truena ni retumba,
sino que susurra al oído. El que, como dice el estribillo del salmo, nos
bendice con la paz.
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