Salmo 66
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su
rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu
salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges
el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones
de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del
orbe.
En nuestro mundo, donde
la crítica y la maledicencia tienen gran protagonismo, parece que alabar es
algo extraño, fuera de lugar o propio de una beatería desfasada.
Los salmos nos hablan
continuamente de alabanza. Muchos de ellos son justamente esto: bendecir —decir
bien—, cantar, ensalzar a Dios. Cuán poco valoramos la alabanza hoy. O la
confundimos con la lisonja, o pensamos que es propia de mentes simples e
ingenuas.
Santa Teresa recordaba a
sus monjas: “hermanas, una de dos; o no hablar, o hablar de Dios”. Sabía, como
mujer sabia y con una larga experiencia, que en toda comunidad humana no hay
vicio más tentador que el cotilleo, la crítica, el “sacar los trapos sucios”
del vecino para hacerlos correr. Hoy, vemos programas televisivos y revistas
dedicados enteramente a este pasatiempo.
¡Y nuestro tiempo es
demasiado valioso para perderlo así! Midamos nuestras palabras. Ojalá cada una
de las que pronunciamos estuviera llena de vida y fuera pensada, consciente,
bien intencionada.
Pero, ¿a quién alabar? En
el plano humano, nos cuesta alabar los méritos de los demás y muy fácilmente
caemos en la envidia, en el servilismo o en la adulación. El salmo de hoy nos
invita a alabar a Dios. ¡Hemos recibido tanto de él! Es un Dios generoso y
benévolo que nos da lo que nadie más puede darnos: la vida, el tiempo, el alma,
la energía y todos nuestros talentos. Pero, además, nuestro Dios se da a sí
mismo. Y a quienes se abren a Él, les llueven las bendiciones. Dios es como el
sol: podemos cerrar las puertas y dejar que nuestra morada interior permanezca
a oscuras. Pero si abrimos las puertas y ventanas del alma, ¡cuánta luz
entrará!
Ojalá toda la humanidad
dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él
regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay
guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios,
reina su única e imperecedera ley: la del amor.
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