27 de junio de 2025

El Señor me libró de todas mis ansias

Salmo 33, 2-9


R. El Señor me libró de todas mis ansias.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. R.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. R.

Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. R.

El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él. R.


Hoy encontramos muchísima literatura, cursos, talleres y material audiovisual de autoayuda. Buena parte de todo este esfuerzo se centra justamente en librar a las personas de su angustia vital. Una angustia que puede estar provocada por los problemas o circunstancias que nos acosan diariamente pero también, en muchos casos, es fruto de una actitud ante la vida y los sucesos, que nos vuelve frágiles y nos hace zozobrar en medio del oleaje.

La humanidad ha alcanzado cimas muy altas en ciertas áreas del saber y disponemos de muchísimos recursos para afrontar los desafíos de la vida. Pero, con la proliferación de recursos y el auge tecnológico y científico también ha crecido la inseguridad en todos los aspectos. Padecemos inseguridad económica, miedo ante el futuro, ante la soledad, la pobreza o la guerra. Y padecemos, también, estrés, un azote de nuestra cultura occidental, la sensación de estar corriendo hacia ninguna parte y una terrible falta de sentido que nos hace ver la vida como una carga, vacía, efímera y a veces absurda.

¿De dónde viene esta actitud? Quizás el origen de todo haya sido una sobrevaloración del poder humano, una soberbia y un alejamiento progresivo de Dios; un olvidarse que, detrás de todos los logros del hombre está la potencia invisible pero siempre presente de Dios.

En este contexto, la Biblia, el libro de autoayuda más antiguo y quizás el mejor que existe, viene a darnos luz. No es un consuelo barato ni una ilusión. La Biblia no se anda con rodeos: no quiere deslumbrarnos con fuegos artificiales ni adormecernos entre humo de incienso. Los salmos de súplica reflejan realidades humanas de dolor, miedo y angustia sin paliativos. Pero al mismo tiempo reflejan una vivencia muy honda y real: la del hombre que ha encontrado a Dios y, con él, ha podido levantarse y seguir adelante.

El salmo nos dice que Dios siempre responde cuando clamamos a él. Es un Dios que escucha. Me libró de todas mis ansias: es un Dios liberador. El salmo no nos dice exactamente qué hace Dios para librarnos. Por experiencia sabemos que Dios no interviene en nuestra vida como un mago, para sacarnos las castañas del fuego. Pero sí sabemos que su presencia nos conforta, nos anima y nos impulsa. ¿Cómo nos ayuda Dios?

Quizás la respuesta esté en los mismos versos del salmista: El ángel del señor acampa en medio de sus fieles... Dios no nos envía remedios, ¡él mismo viene en nuestro auxilio! Su ayuda es él. Se nos da, en persona, para acompañarnos, para estar a nuestro lado, para llenarnos con su vida. ¿Somos conscientes de que está con nosotros, dentro de nosotros, insuflándonos su aliento, sosteniéndonos en el ser, a cada instante?

Contempladlo y quedaréis radiantes. Ahí está el secreto: en la contemplación, en la oración silenciosa ante él. Respirar, agradecer la vida, sentir su presencia nos hará conscientes de que todo cuanto tenemos y somos es un don. En él vivimos, nos movemos y existimos. Estamos arraigados en él, que nos da la existencia y nos lo da todo... Esa certeza hace brotar la gratitud, y con la gratitud desaparece el miedo y la angustia.

¡Cantemos! Dejémonos amar por el que es más íntimo que nuestra más profunda intimidad. Y su amor nos librará de la angustia y nos hará caminar erguidos, confiados, alegres y valientes. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

13 de junio de 2025

¿Qué es el ser humano...?



Salmo 8


Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, 
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, 
el ser humano, para darle poder? 
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, 
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos. 
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, 
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, 
los peces que trazan sendas por el mar. 


Los conocimientos científicos que tenemos hoy nos han descubierto un universo increíble. Las cifras de sus dimensiones y distancias dan vértigo. La belleza de sus fenómenos nos sobrecoge. Las imágenes que llegan de distantes galaxias, estrellas y nebulosas nos admiran. Y nos hacen sentir nuestra pequeñez. ¿Qué es la Tierra, nuestro planeta, en medio de esa inmensidad? ¡Nada!

Por otra parte, el conocimiento del mundo microscópico: la vida de las células, la física atómica, nos revela otra inmensidad asombrosa, que se esconde bajo nuestra misma piel. ¡Sabemos tan poco de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, del proceso de la vida!

Y todo esto nos lleva a una conclusión humilde. Somos pequeños… apenas nada, en medio de un universo prodigioso que se despliega sin que sepamos cómo ni por qué.

Sin tener tantos conocimientos, los hombres de la antigüedad también se admiraron ante la maravilla del cosmos. Reconocieron su grandeza y supieron ver más allá: que detrás de la creación había la mano de un autor mucho más grande, más bueno y más lleno de sabiduría que su misma obra. Reconocer esto lleva a las palabras admiradas que leemos hoy en el salmo 8. El nombre de Dios ―su firma, su sello― está impreso en toda la creación, ¡y es admirable!

Ser conscientes de la grandeza de cuanto nos rodea nos lleva de inmediato a percatarnos de nuestra pequeñez. Pero, al mismo tiempo, ¡podemos conocer todo esto! Si el universo es un milagro, la vida es otro misterio casi imposible de explicar. Pero si la vida es portentosa, ¿qué es la consciencia humana? Las estrellas, las plantas, incluso los animales, en su grado de inteligencia y sentimiento, no llegan hasta donde llegamos los humanos, cuando alzamos la mirada al cielo y nos preguntamos: ¿de dónde viene todo esto? ¿Y por qué?

Esa consciencia inteligente, que nos hace interrogarnos y buscar respuestas, es la que nos hace semejantes a Dios. En él están las respuestas y la fuente de la pregunta. Dios es el agua viva, y el agua viva es la que despierta nuestra sed. Vivimos anhelando unirnos con la fuente de nuestro ser.  

Esas cualidades que nos hacen semejantes a Dios nos convierten en un ser grande y poderoso. Somos nada y, al mismo tiempo, somos mucho. Es bueno darnos cuenta de esta paradoja para adoptar una actitud humilde y gozosa ante la realidad. Por un lado, somos dependientes del Creador y apenas una motita de ser en medio de la nada. Por otro lado, Dios nos da unas capacidades que nos permiten “casi” dominar el mundo: cavamos la tierra, domesticamos los animales, jugamos con la naturaleza y nos servimos de ella… Sin la humildad necesaria, nuestra inteligencia nos puede llevar a verdaderos atropellos, como lo vemos cada día en las guerras y en las catástrofes ecológicas. Si nos creemos dioses, no vamos a cuidar de este mundo que nos es dado. Pero con humildad, y con gratitud, nos convertiremos en sabios administradores, en custodios, como dice el papa Francisco, de esta creación que está ahí no sólo para servirnos, sino para mostrar la gloria espléndida del creador.

Ser pequeños nos impulsa a ser humildes; ser grandes nos hace responsables. Ojalá adquiramos esta sabiduría de Dios: sabernos semejantes a él, pero nunca dioses. Y en esta semejanza, imitarlo en su cuidado amoroso sobre todo lo creado, desde la planta más diminuta hasta el ser humano que vive a nuestro lado. 

6 de junio de 2025

Envía tu Espíritu, Señor


Salmo 103


Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. 

El Salmo 103 es un cántico gozoso de adoración: el hombre reconoce la grandeza de Dios y prorrumpe en alabanzas hacia él.

No sólo se trata de un sentimiento de admiración ante la belleza de lo creado —la tierra está llena de tus criaturas—, sino de algo más profundo. El poeta que entona estos versos descubre que el simple hecho de que algo exista es un milagro, y que toda criatura, todo ser vivo, el universo entero, aún siendo admirables no serían nada si Alguien no los sostuviera en su existencia.

«Les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo.» El aliento de Dios se identifica con la vida que anima la materia. Detrás de toda forma viva aletea el Espíritu que ya preexistía, según dice el Génesis, aleteando sobre las aguas primigenias.

Por supuesto estas imágenes son simbólicas, pero tienen un significado más hondo que el mero mito. Este salmo, como el libro del Génesis, nos habla de un Dios que es Creador, cuya energía enciende la llama de la vida y que se despliega en una creación maravillosa, de la cual el ser humano forma parte central.

Porque el ser humano, a diferencia de las otras criaturas, no sólo existe y vive, sino que puede conocer a su Creador y disfrutar de su obra. Puede, incluso, imitarlo, jugando a crear y elaborando sus pequeñas obras de arte. Este verso del salmo recuerda el gozo del artista que acaba su obra y la ofrece a Aquel que lo hizo y le dio la capacidad creativa: «Que le sea agradable mi poema».

Un teólogo dijo que el Espíritu Santo es el Señor de la Belleza. En su mensaje a los artistas, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI nos recuerdan que a través del lenguaje artístico se manifiesta el Espíritu de Dios. La belleza, efectivamente, nos habla de una mano creadora y del amor con que esa obra fue concebida.

Hoy, día de Pentecostés, puede ser una buena ocasión para reflexionar y ver de qué manera podemos esparcir belleza —auténtica y buena— a nuestro alrededor.

Cuando te invoqué me escuchaste